lunes, 1 de abril de 2013

Solía pensarte.

Solía soñar que ya no estaba en Madrid.
No en este Madrid de ambulancias ni de putas pasando frío en las calles, al menos.

De todas formas, el lugar nunca ha importado.

Soñaba que corría, que estaba descalza y corriendo con una sonrisa por la playa. Por cualquier playa.
Y que tú me perseguías. Para hacerme cosquillas o besarme o tirarme al agua, ya sabes.

Y luego mis Vans desgastadas y tú y yo riendo y con un cigarrillo en la mano, bajo la oscuridad.
Sentados en un banco, de noche, me contabas cómo era tu vida antes de mí, y yo te hablaba de que había sido muy feliz, pero que nunca durante tanto tiempo ni de esa forma.

Después de nuevo en un Madrid, rodeados de gente y de un poco de viento, de ese que hace en Verano y que te alegra el día. Porque a mí el Verano me gusta mucho.

Comíamos algo salado. No sé muy bien el qué, pero nos encantaba. Y luego tú me cogías a caballito y me llevabas por la calle así, como si nadie estuviese mirándonos ni hablando sobre nosotros; como si Cortázar estuviese físicamente vivo y nosotros fuésemos su novela y su poesía. Como un viaje de Keruac, algo largo y lleno de historias maravillosas.

Y lo hacíamos. En una habitación de un hostal, de un hotel. De tu casa, no de la mía. En la mía nunca.
Lo hacíamos en todos lados donde amarse es legal.

Había cines y echaban las mejores películas que jamás se han hecho. Y no importaba que fuesen antiguas o nuevas, porque eran todas películas de cartelera. Y las veíamos, nos dejábamos todo el dinero en entradas, palomitas y bebidas. Y cigarrillos, porque estaba permitido fumar.

Y los días eran tan cortos y tan gloriosos, y las noches eran lo mejor. Lo mejor de todo.
No había televisión ni Internet. Como antes. Como cuando las cosas eran mejores.
Ni siquiera había teléfonos móviles, así que nadie sabía muy bien dónde estábamos.
Mejor.

Sólo estaba la luz del Mundo, y la de la habitación.



No creo en el infinito, pero te aseguro que esos momentos parecían no tener un final.





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